¡Dios salve a mis manos!
por aliviarme en las soledades hambrientas,
transformar la furia en golpes sin rostro
y haber crecido a la sombra de mis nervios
aprendiendo a no pensar demasiado
o poder hacerlo, quizá, demasiado rápido.
Dios os alabe, ¡oh, manos queridas!
por distinguir, una vez más,
las causas de los efectos,
los defectos de los excesos,
las caricias de los grillos
y dejar en el tacto, fértil,
confundida la visión.
Dios, ¡que su gloria exista!,
habría de ser para vosotras,
que fraternales os dais la paz en todo
y por nada, con servicial pericia,
barajáis libres de queja
los oficios más impuros
de este mundo y del que sigue...
Sois mi alfabeto alado,
mis alas de veinte llaves,
mi más vivo tesoro, el accesible y sincero.
Para ser perfectas, no sufráis que lo diga,
sólo adolecéis de una cosa:
si pudierais crecer de nuevo,
os comería.
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