19.6.14

ENAMORADO DE LA MUERTE

Yo ya tengo novia,
ya encontré mi amor,
la otra noche la besé 
en un callejón;
es alta y morena, 
siempre está en mi mente,
su nombre me volvió loco,
su nombre... es la muerte.

Un día la muerte se acercó hasta mí;
cuando me dio un beso, la reconocí.
Y vi que era bella, me dijo «vámonos»,
yo no tenía fuerza y se marchó.

Enamorado de la muerte,
su belleza me atrapó;
día y noche está en mi mente,
condenado a su amor.
Enamorado de la muerte,
desde el día que la vi;
día y noche está en mi mente: 
es el fin.




Que nadie espute la mala fe de atribuirme simpatías con los esbirros del jifero Millán-Astray, fundador de la Legión Española, chispa goebbeliana de arranque de Radio Nacional de España y, atención, primer traductor al español de la versión francesa del Bushido (sería interesante leer a conciencia su trabajo para comprobar si no adolece de deformidades y mutilaciones en consonancia con su fina estampa y, sobre todo, con el cetrino reflejo de la misma: su doctrina, apta únicamente para disminuidos). Bajo mi punto de vista, aficionado tal vez más de lo correcto a la integridad estética de la ética que uno predica, los legionarios retozan demasiado poco con esa dama ignota cuyo noviazgo proclaman con tanto ardor; más bien parecen enamorados de la calaca ajena, lo cual me hace suponer que prefieren mantenerse castos con la suya mientras puedan, como buenos machotes, consolarse lomo con lomo según manda la tradición cuartelera o, en su defecto, pretendiendo a esa cabrita loca que les sirve de mascota. 

En realidad, el texto de la entrada está sacado de la lírica (es mucho decir) de la canción homónima del grupo R.I.P., una de las bandas más gallardas del deficiente repertorio musical, excepción hecha de Scarlatti, que solía adobar las primeras negruras de mi adolescencia, muy turbada por los desasogiegos propios de quien se descubre periférico a todo tiempo y lugar. Encontré graciosa la ocurrencia de recitarlo hoy, día del Corpus, imaginándome ser un Hamlet sosteniendo frente a sí el espléndido trofeo que sería el cráneo del monarca recién coronado; la calavera de la nueva reina, hermosa desde cualquier ángulo e infinitamente más aristocrática que el perfil de gran eslora de su antecesora, sería perfecta para conferir realce a otras liturgias...

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